Tengo los ojos abiertos, estoy despierta
¿Hace cuánto? No puede haber pasado mucho tiempo ya que solo recuerdo darme
cuenta de que mis párpados ya no estaban cerrados. Me doy la vuelta en la cama y vuelvo a cerrar
los ojos, no me duermo, solo descanso.
Me remuevo, separo los párpados, esta
vez de verdad, me estiro hasta oír crujir mi espalda y extremidades. Continúo
tumbada. Aparece en mi cerebro una escena de lo que he soñado. La observo,
memorizo todos sus detalles y, poco a poco, va cambiando, me cuenta una
historia, yo la dejo hacer.
Me gusta lo que he soñado, tiene todo lo
necesario, incluso la medida justa de absurdidad. Me levanto, me vuelvo a
estirar. Bajo las escaleras, miro fijamente al frente. Me gusta observar como
las cosas cambian poco a poco de nivel a medida que desciendo. Desayuno,
observo la manga de mi pijama, tiene un agujero. Hay que coserlo. Me imagino a
mí misma cogiendo aguja e hilo. Continúo desayunando. Recuerdo las manualidades
del colegio, una vez hice un muñeco de nieve de peluche ¿Dónde estará ahora?
Cuando cosíamos en el colegio siempre jugábamos con las agujas. Nos
atravesábamos la piel con ellas y las dejábamos ahí colgadas. Parecía que
hacíamos malabarismos con ellas, pero no podían caer, estaban bien sujetas.
Dejo el plato en el lavavajillas. Camino
hasta el salón. Miro la caja de coser. La miro un buen rato. La abro y cojo
aguja e hilo, hilo negro, tiene que ser negro. Cuelgo el hilo de la aguja y le
hago un pequeño nudo al final. Miro mi mano, me gusta el dedo índice. Con
cuidado paso la aguja por debajo de mi piel, no quiero hacerme sangre. Voy
cosiéndome el dedo en zigzag. Llego a la base y vuelvo a subir. Corto el hilo
sobrante. Guardo la aguja. Parece que me he encorsetado el dedo, es bonito, me
gusta. Parece que mi piel fuera un chaleco, atado con cuerdas, cubriendo la
carne. Es una imagen hermosa. Macabramente hermosa.
Mi madre chilla a mis espaldas. “¿Qué
has hecho?” me pregunta “quítatelo” ordena. “No pasa nada, solo he atravesado
la capa superficial de la piel, ni siquiera hay sangre” intento tranquilizarla.
“Da igual, me da mucha angustia, quítatelo” sentencia. “¿Nunca hiciste esto de
pequeña?” le pregunto. “¡No!” exclama. Mi padre nos mira ¿cuánto lleva en el
salón? “¿Papá?” pregunto en busca de apoyo. “Nosotros hacíamos algo parecido,
pero solo con aguja”. Gracias Papá. “Bueno pero a mí me da angustia” dice mi
madre. “Vale” accedo. Cojo el hilo de una punta y lo estiro. Mi dedo ya no está
encorsetado. Casi no se nota que una vez lo estuviera.
Subo a mi cuarto. Me visto. Cojo mi
bolso. Bajo. Me despido con un rápido “voy a dar una vuelta” y salgo de casa.
Fuera me siento libre. Está nublado, me gusta. Camino sin rumbo fijo mirando el
cielo. Veo un halcón, no recordaba que en las ciudades también había halcones.
Es hermoso, le sigo. Los edificios entorpecen mi camino. Le pierdo de vista. He
ido a parar cerca de un parque, entro, me siento debajo de un árbol. ¿Dónde
habrá ido el halcón? No es fácil seguir a uno.
Veo pasar a un gato. Tal vez es más fácil
seguir a los gatos. Me levanto y le sigo. El gato acelera el paso, yo también.
Intenta perderme, pero yo quiero saber a dónde va. Corre por calles cada vez
más estrechas, yo corro tras de él. Escala a lo alto de un muro y se pierde
tras la pared de ladrillos. Observo atentamente. No hay lugar por el que pueda
escalar. Desisto, los gatos también son difíciles de seguir.
Sigo caminando sin rumbo, ahora miro al
suelo. Hay un caracol. Me agacho. Lo cojo. “Si te quedas aquí te pisarán” le
digo. Él camina por mi mano, dejando viscosidad a su paso. Le dejo a un lado
del camino, allí no le pisarán. Continúo mi camino, hay varios caracoles
aplastados.
Veo a una rata, corro tras ella hasta un
callejón. ¿Por qué la sigo? En realidad da igual. Se escurre dentro de una
tubería. Me imagino haciéndome pequeña, muy pequeña. Corro tras la rata por las
tuberías, me cruzo con otras ratas, pero sé que no son las que persigo. Me
cruzo con una araña. Les tengo terror. Corro hasta llegar a un espacio más
grande. Parece una ciudad bajo tierra. Me vuelvo a hacer grande. Esto le pasaba
a una Alicia ¿no? Veo la araña. La piso. Deja una mancha de sangre. Muerta no
me da miedo, solo pena, y asco.
“¿Se encuentra bien señorita?”. Vuelvo a
la realidad. Estoy mirando fijamente la pared de ladrillos en la que está la
tubería de mi fantasía. Un policía me mira extrañado. “Estoy bien” contesto. Me
alejo. El policía va a mirar que observaba. No verá nada. No puede ver mi
mente. Vuelvo caminando a casa. No me doy prisa. No hay necesidad. No quiero
apresurarme. Me gusta la calle. Camino un buen rato. ¿Tan lejos había ido?
Entro en casa. “¡Estás
toda empapada!” exclama mi madre. Me toco el pelo, está mojado. Camino hasta la
ventana. Llueve. ¿Cuándo empezó a llover? Tengo frío. “¿Dónde has estado?”
pregunta. Señalo a lo lejos con el dedo. Es el mismo dedo que antes estaba
encorsetado ¿verdad? Mi madre mira por la ventana. Parece conformarse con esa
respuesta. Subo las escaleras, los cuadros de la pared cambian de nivel a medida que asciendo. Entro en mi cuarto y
cierro la puerta. Me siento en el suelo. Suspiro. Oigo la lluvia de fondo. Mi
cuarto parece una cueva. El sol no se atreve a entrar. No puede. Como el
policía no podía entrar en mi mente. Tengo frío. Me tapo con una manta. Cierro
los ojos y recuerdo las partes favoritas de mi sueño. Las absurdas.